El Jaro, de: Mónica Oporto
Desde lo alto de esta colina el agua del Segura es verde oscura en las sombras, verde claro donde les da el sol. Aguas tranquilas, apenas onduladas por la suave brisa, testigo de mi infancia, de mi juventud y del beso aquél que acompañó mi derrotero de activista durante la guerra y que luego me llevó al exilio. Desde aquí se divisa la parte trasera de la casa de Pedro Domínguez. Qué habrá sido de Lucía…
He vuelto. Este es mi pueblo. Jamás lo hubiera abandonado. Aquí descansan mi padre y mi madre, mis abuelos y todos los demás. Pueblo duro, que aprendió en la lucha en la frontera con el moro.
He visto morir al pueblo cuando comenzó a escasear el trabajo por la construcción de la represa; lo he visto renacer con la llegada de la República y renací con él con esa primavera republicana que nos vistió de aire fresco. Pero eso fue hace ya muchos años… El embalse cambió nuestra vida. ¡Ese Primo de Rivera que pensó que con construir la presa para regular el regadío se solucionaría el problema. Si hasta ubicarla sobre el Estrecho del Infierno resultó nefasto anuncio…!. Cuando empezó la construcción de los pantanos de Taibilla y Fuensanta, comenzó también nuestro propio infierno.
El río Segura… ese río cuya vera conozco de memoria, que podría caminarla con los ojos vendados. Río fuente de vida y fuente de muerte. El río nos daba vida porque de él dependíamos para nuestro trabajo. Un durísimo trabajo de arrastradores de maderas como lo fue mi padre toda su vida, como lo he sido yo.
No se cómo empezó todo.
Afuera hay un silencio frío. Sé que vendrán por nosotros. Aquí en este oscuro escondite, todo es lento, los minutos son pesados.
En esta tierra tan castigada por la falta de trabajo, de lo poco que tuvimos siempre ha sido suficiente para compartir con el que mas necesitó. Esa fue la primera enseñanza familiar.
Mi infancia fue feliz a pesar de la dura vida que llevábamos. Por las noches temprano a dormir, para levantarnos al despuntar el día, mi madre a llevar las pocas cabras y ovejas a pastar. Me conformé con las pequeñas cosas con que contaba, y con los amigos del pueblo: mi vecino Porfirio, que utilizaba el esparto para fabricar multitud de objetos. Álvaro, que abría la besa en las tierras de sembradura con el antiguo y corvo arado herencia romana, tirado por una yunta de mulas. Mis amigos que subían a diario a los altos de la sierra, Cándido que buscaba para sus ovejas los pastos mas finos y Ciriaco, que mataba las horas arrojando piedras con la honda porque así evitaba que sus cabras se subieran a los lugares mas altos. Inocencio, que se ocupaba de guardar el ganado junto con su hermano Narciso, hasta que la muerte de Narciso lo obligó a vender los animales y dedicarse a trabajar para un propietario de Bienservida… y mi padre, él trabajaba de sol a sol como arrastrador de madera por dos pesetas al día. Cuando cumplí los diez me llevó con él a aprender la dura tarea.
Y mi madre, quien aun vive en mí por la impronta que supo tejer. Me trajo al mundo por dos veces: la primera cuando me dio la vida aquél 7 de julio de 1912; la segunda, cuando en esas interminables horas de mi infancia en que el calor aplastaba y silenciaba la sierra, me enseñó toscamente a trazar las letras, esas figuras que ella apenas había aprendido. Sabía claramente el valor de esa pequeña herencia que me estaba transmitiendo.
Así aprendí a escribir mi nombre que fue la puerta de entrada a tantas maravillas. Y gracias al dominio que adquirí de esos misteriosos signos, entré a un territorio indescriptible aunque prohibido para otros. Pude encontrar otros nombres, me transporté a otros paisajes, a otros tiempos. Y me instalé, definitivamente, en el ideario de esos hombres que nutrieron mi compromiso libertario gracias al maestro del pueblo, que puso a mi disposición su no muy nutrida pero importante biblioteca.
La perseverancia de mi madre y el ejemplo de mi padre fueron formando mi carácter, mi infancia. Caminé mis primeros pasos acompañado por su inmenso desprendimiento y aprendí que no se puede ser sin dar.
La lectura me abrió la puerta a un paisaje nuevo, infinito: el del conocimiento. Nunca terminaré de agradecer que, por ella, tuve la suerte de acceder a los emblemáticos del pensamiento libertario: Prohudhon, y a su visión mutualista de las cooperativas; a Bakunin, que proponía la libertad ilimitada, y a Pedro Kropotkin, con su propuesta de abolir toda forma de gobierno en favor de una sociedad que se rigiera exclusivamente por el principio de la ayuda mutua y la cooperación, sin necesidad de instituciones estatales. Ni dios ni rey ni patrón.
Cuando aclare el día podremos salir y buscar el camino. Afuera todavía está oscuro, como aquí adentro, oscuro agujero de ratas.
Y en cuanto todo se calme debemos continuar con las clases de lectura en el sindicato. La enseñanza de la palabra liberada de servidumbre es fundamental para lograr la sociedad nueva. Debe caer la España Sagrada en la que el analfabetismo piramidal conviene a unos pocos.
La represa perjudicó más que nada a los labradores, en su mayoría analfabetos y sumisos al amo, al que le arrendaban las tierras y al que temían como al hambre. Ya habían sido advertidos por ellos con un simple: “Comed República”. La amenaza que significaba que no les volverían a dar trabajo.
Pero no fue así con mi padre, siempre en rebeldía contra la opresión, firme en sus ideas. Por ser toda su vida un jornalero, y aun con un pobre salario, llevó en alto su dignidad, tuvo conciencia de clase. En este pueblo de desheredados, pueblo castigado, con el embalse los primeros afectados fueron los propietarios madereros que dejaron desamparados a los arrastradotes de maderas. Ahí quedó mi padre sin trabajo.
Pero nadie se movió del pueblo. Hubo promesas –que sólo quedaron en promesas-.
Para entonces ya tenía yo 17 años. Había pasado de verlos trabajar toda una jornada dentro del agua a hacerlo yo mismo. Mi padre, curtido por el sol, agotado por las extensas jornadas, llevaba grabadas en la piel una a una las duras faenas de tantos años.
Fue al volver a casa, al final de aquél día cuando ella me miró. En realidad ya la había visto pasar otras veces, desde lejos. Nunca me había mirado, pero sí lo hizo ese día.
Era la hija de uno de los amigos de mi padre. De ella se decía que, como nadie, había aprendido la difícil tarea de producir la fruta de hojuelas que solían llevar a vender a la ciudad en ocasiones especiales, ayudando con esto a la flaca economía familiar. Me gustaba aquella moza de ojos que adiviné celestes, de rubios cabellos que siempre llevaba envuelto en un pañuelo. Fue para diciembre, en la fiesta del gorrino, en que se reunieron todas las familias y vecinos cuando pude acercarme a ella. En medio de la alegría con que intentábamos paliar la diaria tristeza, me animé a decirle:
-Te he visto algunas veces, pero no sé tu nombre-
-Soy Lucía, y sé que tú eres el Jaro, te ha nombrado muchas veces mi padre- dijo sin levantar la vista fija en el suelo.
Después de aquellas palabras, y sin darnos cuenta, seguimos conversando sobre las cosas cotidianas. Lucía era la hija mayor de Pedro Domínguez, compañero de mi padre, otro convencido libertario. Había crecido rodeada de varios hermanos que fueron llegando al hogar pobre. No hizo falta mas preámbulos, de ahí en mas cada domingo nos encontramos cerca del río, yo llevaba un libro y, poco a poco, le enseñé a leer.
Cuando quedamos sin trabajo, prometieron contratarnos para la construcción del embalse. Mientras eran expropiadas muchas fincas, la mayor parte minifundios, empezamos a soñar una vida juntos. ¡Malos vientos soplarían luego! Las tierras que eran trabajadas por arrendatarios debieron ser desalojadas y los trabajadores sin su trabajo y sin ninguna indemnización, quedaron a la deriva. Lo peor de todo fue que se perdieron las mejores tierras del municipio y con esto mermó la producción, peligró nuestra subsistencia y aumentó el paro.
Dos años más tarde ya había más de 1300 obreros sin trabajo y entre esos 1300 estaba mi padre, ese hombre que sólo sabía de trabajar, de ganarse el pan con la fuerza de sus brazos. Fueron escasos los días en que conseguía qué hacer. Lo vi envejecer día a día, pero sin perder su fuerza ni sus convicciones.
Cuando ese año de 1933 se agravó la crisis laboral, exigimos soluciones urgentes porque la situación se tornó insostenible. Hubo amenazas de volar la presa sin importar si con ello desaparecían Murcia y Orihuela.
Las autoridades ofrecieron proporcionar trabajo en otras tierras, ubicando a unas 350 familias en los nuevos regadíos de Hellín, pero la respuesta fue contundente: nadie quiso marcharse. Fue mi padre quien, oficiando como vocero de todos, les contestó:
-¿Dejar nuestra tierra, agua y vivienda? Nos morimos de hambre pero de aquí no nos vamos-.
Pasaron los días y las soluciones no llegaron. Para colmo, en las elecciones de aquél año ganó la derecha, lo cual no hizo sino empeorar aún más las cosas.
Los que habían creído en la panacea de la reforma agraria se desilusionaron con la fuerza de los hechos. Habían pedido, exigido al Frente Popular la aplicación de la reforma. Al poco tiempo de la llegada de la derecha al poder comenzaron a llegar noticias de la expulsión de los yunteros extremeños de las tierras que les habían adjudicado. Allí, finalmente, comprendieron que de nada servía ese remiendo que sólo creaba una pequeña burguesía de propietarios egoístas.
-¿eres tú, el Jaro, el hijo de Miguel?- de la oscuridad llegó la voz.
-Si, el mismo- le respondí a quien me sacaba del remolino de los recuerdos.
-Soy José, el herrero- luego nos quedamos en silencio.
Fue a fines de enero que llegaron las noticias sobre lo que había ocurrido en Casas Viejas. Todos lo comentaban. Mi padre, indignado, explicaba a sus compañeros que lo ocurrido no podría repetirse.
En Casas Viejas los compañeros que proclamaron el comunismo libertario fueron duramente reprimidos. No alcanzó con la heroica defensa del valiente carbonero de apellido Seisdedos quien resistió hasta que los guardias incendiaron su choza. La represión siguió, mataron a ocho hombres y mujeres, y continuó en una vil venganza contra el pueblo todo, fusilando a otros doce hombres, todos campesinos pobres, sin tierras. Paradojas en una España latifundista que hubiera manos que no tuvieran qué trabajar y que por pedir una solución colectiva, para ellos sólo había muerte como respuesta, la masacre y el encarcelamiento. El alzamiento de Casas Viejas fue la muestra de una España recelosa de sus privilegios contra una España que nacía a la libertad, sobre una tierra regada con lágrimas
Lucía, entrenada en la lectura a estas alturas, apoyaba la acción de los compañeros andaluces. Esperábamos el verano para anunciar nuestra decisión de irnos a vivir juntos.
Pero las lluvias torrenciales vinieron a complicar la crisis. La cosecha se redujo a la mitad y se triplicaron los salarios que los propietarios se negaron a pagar, contratando a cada vez menos jornaleros.
En Graya, con una población dedicada a la agricultura en casi su cincuenta por cien, los propietarios se opusieron a las medidas que desde el gobierno republicano llegaban a través de la Unión Agraria local recomendaron que contrataron trabajadores para aliviar la situación. Contribuía a empeorar la ya complicada situación, la ancestral costumbre de dividir la tierra entre los hijos por lo cual proliferaron minifundios que no proporcionaban mas que para la subsistencia familiar, y que ahora se habían arruinado. El otro lado de la moneda lo constituía el pequeño sector de privilegiados que poseían las mayores y mejores tierras, y que no querían perder su predominio patriarcal y feudal.
Cuando más apretó la crisis, junto a mi padre y todos los otros, acudimos a las puertas del Ayuntamiento en busca de trabajo. Lo poco que se conseguía no alcanzaba para nada.
Nos reunimos con los de la Federación (1) . Ellos nos instaron a luchar. Sostenían que los bosques pertenecían desde siempre a la comuna y que debían ser recuperados. Por lo tanto había que ocuparlos. Todos estuvimos de acuerdo. Se debía iniciar la tala y la roturación de las tierras en los montes de la umbría del Segura. Algunos dudaron, fue entonces que mi padre les dijo:
- Los cambios debemos producirlos nosotros, de lo contrario nunca saldremos de este estancamiento. Creo que ocupar las tierras es lo mejor que podemos hacer. Habrá trabajo. Esas tierras están ahora improductivas y nosotros lo necesitamos-. La mayoría apoyó su decisión. Tomó sus herramientas y marchó adelante. Muchos lo siguieron. Sabían que el Ayuntamiento los dejaría hacer.
La tarea empezó a fines de ese mes de mayo cuando el calor empezaba a hacerse sentir. Bien temprano comenzó la tala que serviría para carbón, mientras que la tierra era preparada por otro grupo y serviría para la siembra. Los árboles caían al compás de los gritos de júbilo. Después de tanto tiempo esos hombres volvían a sentirse útiles y eso les daba felicidad. Risas y esfuerzo. Creíamos haber reencontrado nuestro lugar.
Un Guarda forestal pasó camino abajo. Sin apenas mirarnos se ocupó de avisar al propietario de las tierras quien, de inmediato se presentó ante el juez que, a su vez, envió a la Guardia Civil de Hellín.
Cuando vimos llegar a los hijos de la Benemérita, que desde lejos se anunciaban, dada la luminosidad del día, con sus uniformes color verde oscuro y el inconfundible y brillante tricornio de charol, el acuerdo entre todos fue tácito: no entrar en discusiones con ellos, acatar lo que luego no cumpliríamos. Desalojaríamos la tierra, si es que nos lo pedían, pero volveríamos al día siguiente, o al siguiente, si no nos daban soluciones.
El Jefe de la Guardia se presentó y transmitió la petición para que desalojáramos la tierra. Se acordó marchar a la aldea y buscar allí una solución. Desconfié de sus intenciones, nunca me han gustado estos sujetos. Pero la mayoría impuso su decisión y volvimos.
Ya en la aldea, la Guardia se ocupó de trasladar a los propietarios la propuesta de que nos dieron trabajo. Incluso fueron ellos los que se ocuparon de repartir a los jornaleros en grupos para trabajar con cada propietario, con la indicación de que, al día siguiente, iniciáramos tareas.
“-Bueno, amigos, cada uno a su casa, y mañana ¡a trabajar!-“ la voz del Sargento de la Guardia se impuso por sobre el murmullo general. Algunos volvieron a sus casas. Yo sentí una extraña sensación de intranquilidad.
A la mañana siguiente, bien temprano, todos nos presentamos, según lo que se había acordado. Los propietarios se negaron a darnos trabajo y nos despidieron con un lacónico:
-No hay faena-
Sin embargo, cada uno de los jornaleros permaneció todo el día en espera de las tareas que les habían sido prometidas. Al final del día, con la desazón a cuestas, estafados en nuestra buena fe, humillados y desprotegidos, volvimos con las manos vacías y un enorme dolor sobre las espaldas. De los ojos curtidos no salió ni una lágrima.
-Mañana se vuelve a la umbría- sentenció mi padre. Todos pensábamos que la Guardia no intervendría contra la mayoría de ese pueblo trabajador, viéndonos tan injustamente tratados. Sin decir nada preparé mis cosas.
Llegamos a la umbría cuando aparecía el primer rayo de sol y se trabajó hasta bien entrada la tarde. Nuevamente vimos llegar la formación de la Guardia; hubo una nueva reunión. Las voces se escuchaban, potentes, como de un eco que repetía:
-¡Nosotros queremos pan y trabajo!-. El trabajo que nos hiciera sentirnos dignos, acostumbrados como estábamos a ganarnos honestamente el pan. El Sargento de la Guardia nos obligó a abandonar las tierras no sin antes exponer nuevas promesas, que una mediación, que las tierras eran de propiedad privada, que ya habría una solución… algunos protestaron, cuestionaron, pero al final cada cual tomó sus cosas y comenzamos a desocupar el lugar.
De regreso marchamos casi juntos adelante, en grupos ahora silenciosos, cada jornalero con sus hachas, sus azadas y su pesadumbre a cuestas. Pocos metros más atrás marchaban los guardias, conversaban y cada tanto se escuchaba alguna risa.
Al llegar a la aldea algunos quedamos discutiendo qué haríamos a continuación. Otros se retiraron a sus casas; la Guardia entraba a la fonda, cuando fueron increpados por Alfonso, uno de los del grupo que, no aguantando ya el enojo contenido, los insultó. Por un momento las cosas parecieron calmarse, pero, de pronto, hubo intercambio de provocaciones. Ya estaba casi oscuro, por eso fue que la confusión fue mayor. No vi la mano que me golpeó, pero sentí la sangre tibia que comenzó a manar de mi cabeza. Escuchaba los gritos que intercambiaban los de uno y otro lado, cuando se escucharon disparos. Quedé inmóvil en medio de la calle, como petrificado. Giré mi cabeza hacia un lado y otro hasta que lo vi, ahí venía mi padre. Intentaba frenar el desatino para evitar que siguieran golpeando a los del pueblo.
La Guardia, que había solicitado instrucciones a sus superiores, detuvo a seis personas. Se los trasladaría a Yeste con una escolta de 17 guardias. Todos los que estábamos en la calle decidimos seguir a la comitiva y pedir por la libertad de los detenidos. Después que la Guardia se negara a soltarlos. Los trasladarían al castillo de Yeste. Avisado, llegó el Alcalde de aquella ciudad e intentó la liberación ante el Oficial Jefe de la Guardia Civil pero sólo consiguió que le permitieran acompañarlos ante el Juez, oficiando como garantía.
Nosotros, mientras tanto, clamábamos por la libertad de los compañeros detenidos. Se encendieron antorchas para iluminarnos y la comitiva comenzó su camino hacia Yeste. Lucía se despidió de mí, no quería dejar a sus hermanos y a su madre, ya que los hombres se ponían en marcha acompañando a los que eran llevados detenidos. No hubo mas que un escaso minuto en que nos tomamos las manos, le prometí volver…
El camino se hace angosto justo en el Barranco de Fuensanta. Algunos, conocedores de esta singular geografía, ordenaron pasar la voz entre los del pueblo:
“-¡Al llegar al barranco, rodead a la Guardia!-“
A pocos metros de llegar, la hermanada muchedumbre se fue abriendo y, como en un movimiento de pinzas, cerramos en el centro el círculo dejando en medio a los Guardias y a los seis detenidos.
“-¡Dejadles en libertad!-“ gritó Miguel Tauste. A continuación se dirigió al Oficial y le repitió el requerimiento. En esto estábamos cuando llegó un Brigada que traía la orden de liberarlos. Hubo alegría, festejos, abrazos y hasta lágrimas que desalojaban la tensión de la jornada. Pero también quedó liberado el rencor contenido hasta allí y de un insulto de aquí y un empujón de allá, un Guardia disparó a la gente. Alguien le arrebató el arma y mató al Guardia. A continuación se produjo un descomunal desorden de gritos y disparos de la Guardia sobre la gente indefensa. Yo buscaba a mi padre entre la confusión, pensaba que tal vez podríamos ganar el monte para escondernos.
Fue entonces que lo vi: una antorcha en la mano izquierda, junto al Primer Teniente de Alcalde. Venían con sus brazos en alto pidiendo tregua. Estaba a pocos metros de mí así que agité mi mano, le grité:
-¡Padre! ¡Aquí!- pero mi voz quedó apagada por el tronar de los disparos. Contemplé cómo caían sus cuerpos bajo las balas. Me abalancé sobre su cuerpo, Caí de bruces, lo levanté entre mis brazos.
-¡Padre!- en el segundo del desenlace fatal me había mirado, con esa firme mirada de siempre.
Comprendí que estaba muerto cuando mis manos, en su espalda, se llenaron de sangre. La Guardia, como enloquecida, se volvía ahora sobre nosotros con sus disparos. Me levanté y corrí. Corrí sin parar y sin dejar de pensar en mi padre allí, tendido su cuerpo en el camino. Sin detenerme y sin saber hacia dónde iba ni dónde me detendría. Como en una pesadilla parecían mis piernas tan pesadas que no lograba avanzar. Sentía silbar las balas.
La tenue luz de la luna me permitió ver la alcantarilla, recuerdo de una parte de las obras del embalse. Ahí me introduje como en una zambullida final de mi loca carrera. Dos sombras ingresaron después de mí y en la oscuridad sólo sabía de sus presencias por el jadeo, consecuencia de la carrera. Los minutos que pasaban parecían eternos. Empecé a repasar mi vida, las imágenes llegaban a mi mente, muchos recuerdos; todo pasaba como en una película, como la carrera que me había llevado a esa ratonera.
En el silencio que nos rodeaba, ahora podía escuchar mi respiración y la de mis circunstanciales compañeros, ya recuperados de la carrera. El mutismo sólo fue quebrado por la voz de uno de los anónimos acompañantes, cuando me preguntó:
-¿eres tú el Jaro, el hijo del Manuel?-
-si, ¿y tú quien eres?-
La pregunta quedó sin respuesta. La Guardia había dado con nuestro escondite. Resonaron los disparos sobre la alcantarilla.
La noche se hizo más noche aun en esa España que empezaba a transitar el negro camino de cuatro décadas de dictadura del odio.
(1) Federación Nacional de trabajadores de la tierra